Archivos de la categoría ‘Tormento’
Publicado por Tormento el 4 de febrero de 2007
Viene de Vergüenza
Tanto leer libros sobre Samuráis de cuando Tokio era Edo y Nihonbashi el kilómetro cero del Tokaido, me traen reverente al templo de Asakusa-Kanon y a la calle Nakamise. Como era de esperar, el Templo Sensoji es feo y la calle Nakamise ya no está bordeada por esos tenderetes llenos de pasteles de arroz, sino de tiendas para nosotros los turistas con falsos kimonos de falsa seda hechos en China. Cogiendo una calle paralela lateral a Nakamise es posible encontrar tiendas con kimonos japoneses de segunda mano, buenos, limpios y baratos.
El mapa indica que estamos cerca de Kapabashi Dori, la calle que suministra a los restaurantes de la ciudad de esos platos que reproducen cualquier menú en resina, desde sushi hasta espaguetti bolognesa.
Publicado por Tormento el 26 de enero de 2007
Viene de Cady Candy
Aunque muchos traducen otaku por nerd, o esos raros aislados conectados permanentemente a Internet, esta figura en Japón tiene unas connotaciones impregnadas por la peculiar escala de deberes nipona. Y por un elemento esencial de su moral: la vergüenza.
En cualquier disciplina japonesa no se espera que se alcance el arte, que es un estado liberador reservado para unos pocos en donde saltarse las reglas está permitido. Sí se exige, en cambio, un conocimiento total y una dedicación devota orientada a alcanzar la maestría.
No es aceptable hacer lo que se pueda; hay que hacer lo que se deba. Y en esa exigencia sin tregua, un millón de jóvenes, mayoritariamente tokiotas, tiran la toalla y se encierran en su habitación negándose a salir. Son los llamados Hikikomori. No se comunican con la familia que, avergonzados, en lugar de tirar la puerta abajo, le alimentan y le dejan en la puerta los paquetes de los encargos que hace por Internet. A los amigos les dirán que han mandado al hijo a estudiar fuera.
Sólo una formación como esta hace posible que existan señoritas en los Depato (centros comerciales) que, tras diez horas, sigan haciendo una reverencia fresca y sonriente mientras te despiden, con su gorrito, sus tacones y sus impecables guantes blancos, a la puerta de los ascensores. Sonríen, dan las gracias y hacen una reverencia, y lo hacen con orgullo y perfección sin traslucir el cansancio ni el aburrimiento.
No son felices, pero hacen lo que deben.
+ info | Crazy Japan!
Publicado por Tormento el 21 de enero de 2007
Viene de Grillos en una manzana

Nuestro destino es Akihabara, en el distrito de Chiyoda. Íbamos buscando los prometidos descuentos en productos electrónicos y nos la encontramos invadida por la estética otaku. Las famosas Maid-Kissa vestidas de sirvientas victorianas minifalderas a lo Candy Candy llenan las calles regalando paquetes de pañuelos de papel con la publicidad de su local. La verdad es que agradecí un regalo tan práctico; desde que me bajé del avión en Tokio me acompañaba un catarro monumental.
Tiene su gracia que fuera a ser en el único país del mundo en donde te miran como un leproso si te llevas un pañuelo a la nariz para sonarte. Atesoro los paquetes y me escondo vergonzantemente por las calles laterales desiertas para sonarme sin que me vean.
Entramos en AZOBIT C, una tienda de seis plantas dedicadas a las reproducciones de todos los personajes de manga y animé, nacional y extranjero. Según subimos plantas, va subiendo la tensión sexual. En la última venden reproducciones a tamaño natural de lolitas con uniforme de colegio a 475.000 yenes (casi 3.000 euros). En un país donde hay máquinas expendedoras de bragas usadas con la foto de la joven propietaria, este tipo de coleccionismo no extraña gran cosa.
Salimos. Llueve pero no refresca, y las japonesas livianas y entaconadas consiguen el prodigio de no mojarse los dedos de los pies enfundados en sandalias de una altura imposible. ¿Cómo lo harán?
Publicado por Tormento el 13 de enero de 2007
Como ya comenté, Mishima y su manera de morir fueron mi primer acercamiento a Japón. Me lo ha recordado el artículo que he leído en En el limbo sobre una de sus obras, El rumor del oleaje.
Comprender qué motivó que Mishima se suicidara de una manera tan rimbombante (Kawabata, su maestro, también lo hizo, pero de manera más discreta) tiene mucho que ver con su carácter narcisista y con la tradición guerrera japonesa. El hecho de que se hubiera dedicado en su vida adulta a intentar ser un marinero mazas tiene todo que ver con su atracción por los hombres y la iconografía gay -como el San Sebastian que describe con tanto morbo en Confesiones de una Máscara y que recreó él mismo en una conocida foto- y con un deseo de hacer de su cuerpo enclenque la representación de un guerrero.
Por eso, por un deseo de superar la derrota de Japón y de revivir de manera folklórica la vida de los samuráis (y de paso, por lo que se cuenta, de ligar) montó un ejército de opereta al que entrenaba en lo alto de un teatro: el Tate-no-kai. Con éste se plantó en el cuartel de Ichigaya para desplegar una proclama, para despertar la conciencia de los japoneses, adormecida por la derrota y las condiciones de ésta. No tuvo eco. Hay una imagen de Mishima con las manos en la cadera y mirando a su alrededor, dándose cuenta de que no valía la pena seguir. Entró y se suicidó. Designó al que se comenta era su amante, Masakatsu Morita, como kaishaku-nin, el que ha de seccionar la cabeza tras el corte de T invertida en el abdomen que se practica el suicida al cometer seppuku. Es tal el dolor que la cabeza queda en posición patibularia. Una buena katana separa la cabeza del cuerpo de un solo corte. Pero Morita le descerrajó tres golpes en el cuello en lo que fue un estropicio de mala tarde de toros. El trabajo lo tuvo que terminar el kaishaku-nin de Morita, Furu Koga. A Mishima no le salió tan bien como en los ensayos que hizo en el relato Yukoku (Patriotismo) y el corto que realizó él mismo sobre este relato.
En el pensamiento político de Mishima duerme el Japón que se suicidó en Iwo Jima antes de rendir la plaza. Y, a pesar de la Wii, ese Japón pervive en el inconsciente colectivo de muchos japoneses. Como ellos, Mishima era profundamente occidental y radicalmente japonés. Estas tensiones, a veces, pasan factura.
Publicado por Tormento el 9 de enero de 2007
Viene de Genji Monogatari
El lío tremendo de Tokio puede convivir pacíficamente con el corte al tráfico para la celebración de una procesión sintoísta.
Este orden es algo que no deja de sorprender pero a lo que uno llega a acostumbrarse. Tokio es la ciudad más silenciosa en la que un humano pueda poner el pie. Sólo aquí es posible escuchar a los grillos en la “quinta avenida tokiota” del barrio de Ginza un sábado por la tarde. Sobrecoge estar en medio de una calle abarrotada frente al edificio Apple y no escuchar más que su cri-cri.
Cogemos la línea de tren Yamanote en la estación de Shimbashi, nos dirigimos sumisamente a uno de los rectángulos pintados en el andén y hacemos cola de tres en fondo. Exactamente enfrente de este rectángulo quedará la puerta del vagón y siguiendo exactamente el orden de la fila entraremos en el tren.
Nos sentaremos con suerte y los tokiotas se apartaran de nosotros sutilmente a pesar de que hemos procurado usar todos los productos antitranspiración del mercado para no ofenderles con nuestro sudor. Nadie habla, nadie usa el móvil aunque está permitido: se considera descortés hacer ruido charlando insulsamente. Así que optan por chatear desde la micropantalla llena de kanjis. Y lo hacen no sólo en el tren, también por la calle; nadie habla por el móvil para no molestar.
Publicado por Tormento el 4 de enero de 2007
Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima son la cara y la cruz de una batalla, un ejercicio cinematográfico de ecuanimidad que nos propone Clint Eastwood. La primera gira alrededor de la dureza de la guerra y de como se puede ganar con una fotografía y mucha propaganda.
Para lo que se proyecta últimamente, no deja de ser una buena película, a pesar de que tiene poco de original en cuanto reflexión sobre el poder de la mercadotecnia, el comportamiento heroíco y los horrores de la guerra. Esto último ya lo inventó Goya.
Lo que es realmente interesante de esta película es la necesidad que te queda de saberlo todo sobre los 20.000 japoneses acuartelados y escondidos en una isla de nueve kilómetros de largo por dos de ancho, que perdieron la vida en esa batalla, que se suicidaron antes de entregarse, que hicieron de la isla un inmenso bunker desde donde proteger una tierra jamás invadida antes. ¡Qué enorme responsabilidad para un japonés y que deshonra tan inmensa! Te quedan ganas de ver la guerra desde el lado de esos malvados y crueles japoneses vencidos a golpe de bombas atómicas, algo en lo que el cine bélico ha sido bastante tacaño: te quedas con ganas de que estrenen Cartas desde Iwo Jima.
Si es la mitad de buena que Europa de Lars von Trier, valdrá la pena tragársela en japonés. Allí estaremos informando, con telefonillo o sin él.
Nota: Esperad hasta el último título de crédito de Banderas de nuestros padres. Vale la pena.
Publicado por Tormento el 1 de enero de 2007
Mientras veo a esos señores tan serios dando palmas con la Marcha Radetzky en el concierto de año nuevo, me acuerdo de uno de los momentos más raros que he vivido en un viaje.
Viena es una ciudad de espías (Chiqui dixit) y yo añadiría que de carcas musicales. Es ese tipo de ciudades que te gustan mucho y poco al mismo tiempo. Combina a Sissí Emperatriz con la Secesión vienesa y un catolicismo antiguo con el nacimiento del psicoanálisis.
A pesar de esto, le tengo un cierto cariño a Viena por exclusión: en mi infancia o veías los saltos de esquí o te enchufabas al concierto desde la Musikverein. Por eso en uno de mis viajes, me ofrecí para comprar por internet unas entraditas para un concierto en su salón dorado. En un acto de falta de resignación que casi me cuesta luego una inmersión en agua helada, decidí comprar las entradas en alemán. Este es un idioma que se me resiste: lo de las declinaciones, los verbos partibles y las palabras que se pegan hasta hacer un churro impronunciable.
«A un concierto de Mozart», contesté orgullosa cuando me preguntaron que íbamos a ver. Pero al llegar allí nos encontramos con una especie de mesa petitoria en la que un señor salido del Tirol repartía sobres con entradas. Con mi alemán de pena y su inglés inexistente, conseguí que bajara de su despacho el Director a darme las entradas: para él, era un espectáculo que unos españoles hubieran comprado unas entradas en Internet para acudir a un encuentro de coros y danzas austriacos con un olor a naftalina de los de órdago a la grande.
Confieso que no sé muy bien que era aquello, pero no hacía más que llegar gente vestida de austriacos antiguos y Mama Louises con sus cofias almidonadas, todos ellos con cestitas de merienda y ramos de flores. Ya que me pongo a confesar, tampoco era el Musikverein sino el Konzerthaus. Espero que los que vinieron conmigo no lean esto; siguen tan contentos pensando que visitaron la sede del Concierto de año nuevo.
Ya os imaginaréis nuestra pinta en medio de semejante sarao. Hasta había una japonesa con su kimono y todo. A la sala le habían quitado las butacas de platea y en los palcos fueron tomando asiento gentes sacadas de «Sonrisas y lágrimas» con sus botellas de champán y sus delicatessen. Para intentar no dar más el cante, nos subimos arriba desde donde observamos con estupor como entraban en formación con sus estandartes al frente un montón de gente sacada del siglo XIX (o de algunas aterradoras épocas del XX) que, tras una arenga y una polonesa, rompieron a bailar valses. ¡»Qué ilusión, valses, ¿quien me saca a bailar?!», dije. «¿Y Mozart?», me contestaron. Así que huí y me di una vuelta por todos los salones que se habían habilitado como salas de baile.
Tuve la misma impresión que con Viena: me gustaron los valses, pero me heló la sangre esa gente. Me acordé de una escena de Cabaret en la que un angelical adolescente de las Juventudes Hitlerianas enardece a todo un agradable y educado merendero mientras cantan «El futuro me pertenece«.
Hay que tener cuidado con que se nos oxide el alemán.
Publicado por Tormento el 28 de diciembre de 2006
Viene de Cuando un NO es una X
Callejeamos y compramos libros. En las tiendas de libros de todo Japón te forran los libros antes de entregártelos. Tienen forros de papel adaptables a todos los tamaños. Me pregunto si lo hacen para conservar los libros y que duren o si lo hacen para evitar que los demás sepan lo que lees, para evitar, en definitiva, que se sepa quien eres y lo que piensas.
No hablamos japonés, pero es igual: siempre que viajamos a un país intentamos comprar en su idioma original el libro representativo de la cultura nacional. Toca aquí Genji Monogatari, la obra de la escritora de la época Heian Murasaki Shikibu casi desconocida en España hasta que dos casas editoriales han decidido, al tiempo, publicar su traducción al castellano. Una de ellas, por cierto, ha decorado la portada del primer libro con imágenes de la época Edo. Sólo se ha equivocado cinco siglos. El “cuento” de Genji es extenso y nuestro japonés escaso, así que sólo conseguimos hacernos con un comentario de texto y uno de los capítulos que venden sueltos para escolares.
La búsqueda de libros de ikebana clásico resultó infructuosa: en el Japón actual parece que han olvidado el minimalismo de este arte floral y sólo publican libros de fotos llenos de tremendos repollos. Conseguimos, a cambio, un libro sobre los pasos, gestos y elementos de la ceremonia del té y una especie de agenda donde anotar cada ceremonia: fecha de celebración, asistentes, su posición en la casa de té, la taza utilizada en la ceremonia y el jarrón de ikebana empleado.
Ya sólo me queda aprender japonés.
Publicado por Tormento el 24 de diciembre de 2006
Viene de La novia triste
A la salida del Parque Yoyogi atravesamos Omote-Sando, la calle de las tiendas de lujo más trendy de Tokio. Damos un paseo en dirección a Shibuya. Nos encontramos las calles cortadas y puestos de comida por todas partes. Pensamos que es una fiesta y que venden la comida que exponen.
Nos acercamos a comprar y nos miran con horror dando un paso atrás mientras cruzan sus manos haciendo una equis. Sólo si se lleva tiempo en este país se comprende su actitud: los productos no están a la venta, pero no saben como decirnos que no nos los dan, sería una descortesía. Así que huyen haciendo el gesto (la equis con las dos manos, dos dedos o, en el peor de los casos, con los dos brazos) de la palabra impronunciable: NO.
Cuando nos cruzamos con varios porteadores en yukata de algodón azul y taparrabos blanco de luchador de sumo cargando con altares sintoístas, comprendemos que estamos en una fiesta de pueblo en pleno centro de una de las ciudades más modernas del mundo. La comida era para ellos, elaborada por sus “cofradías” al más puro estilo español de sacar al santo en procesión.
Publicado por Tormento el 19 de diciembre de 2006

Montada en el Shinkansen entre las estaciones de Odawara y Nagoya, a 45 minutos de Hakone, hice memoria de lo ocurrido en los días anteriores en Tokio. Era domingo por la mañana y estábamos en el Parque Yoyogi en busca de los jóvenes japoneses que, en un curioso ejercicio de rebeldía naïf, se reúnen por la mañana en sus puertas disfrazados de góticos personajes de manga. Se sientan en el puente de acceso como unos caganets, en esa postura de descanso japonesa no apta para rodillas occidentales y que ellos encuentran tan cómoda. Impresionan menos de lo que las guías prometen. El jardín rodea el Templo Meiji. Es frondoso, fresco y verde, contrastado con el rojo del Tori de entrada y el dorado de los tres crisantemos que lo coronan, símbolo de la casa imperial japonesa.
Dentro del templo nos esperan las bodas tradicionales japonesas, como sacadas de Lost in traslation. Precede a los novios el oficiante sintoísta en naranja, con una especia de casulla tan rígida y blanca que parece papel de arroz. La novia es un personaje triste en este tipo de celebraciones. El peso de los kimonos ceremoniales la convierten en una rígida muñeca de cara alicatada por el maquillaje que se deja hacer y deshacer por las asistentes del Templo, que la atan y la desatan, la ciñen y la pliegan el Uchikake de boda para que, con un ritmo constante, silencioso y eficiente pasen por el mismo lugar a hacerse la misma foto que todas las novias mustias que la precedieron. Hay una curiosa falta de cariño en el modo en el que zarandean a estas novias, observadas siempre por alguna mujer mayor de la familia del esposo vestida con un KuroTomesode negro con una discreta decoración en su parte baja siguiendo la tradición. Transmiten una profunda resignación, la misma que se percibe en muchas actitudes japonesas, esa aceptación de que la armonía social pasa por obviar al individuo.
Las bodas se producen con rapidez, fluidez, protocolo y poca alegría. Aunque no es accesible al público, la ceremonia sintoísta consistirá en el intercambio de tazas de sake entre los esposos y poco más. Luego, las fotos de la novia tiesa y de la familia e invitados, mientras las mismas asistentes de mirada reseca guardan los bolsos y cámaras en unas mesas-cestas cubiertas por una red azul. La tradición no permite que salga en la foto ningún cachivache que altere el orden prefijado.
A la salida del Templo, la novia es esperada por un coche entre fúnebre y de dignatario de los años 70, en el que hay una trampilla sobre el techo de la puerta posterior para que pueda entrar sin destrozarse el peinado. El obi y los kimonos no le permiten flexionar la cintura, y se ve obligada a entrar como un bloque de hormigón. La trampilla es una reminiscencia de los palanquines de la época Edo, en la que, al parecer, las mujeres iban habitualmente así de incómodas.