Viajar es lo que tiene. Aunque vayas de turismo al mismo sitio que tu compañero de asiento en el avión, tus sensaciones seguramente no serán las mismas que las de tu vecino al embarcar en el avión camino de vuelta a casa.
Teniendo en cuenta que los puntos de interés de toda la vida no se mueven (en Egipto, las piedras de las Pirámides siguen una encima de la otra, la torre Eiffel no ha cambiado de ubicación en París y el Empire State Building no ha menguado a pesar de la edad), lo que diferencia el viaje de uno y otro son las experiencias que cada uno ha tenido allá donde ha estado.
Es lo bueno que tienen los viajes: nunca sabes lo que puede o no puede suceder. Lo blanco a veces se vuelve negro y viceversa. Lo más maravilloso se convierte en un verdadero tostón y lo más pequeño e insignificante en una experiencia que no olvidarás en tu vida. Resulta que pernoctar en el hotel más caro de la ciudad se convierte en una pesadilla y un triste hotel de carretera al que llegas después de pegarte una paliza en coche de ocho horas se convierte en el lugar donde has pasado una de las mejor noches de tu vida.
Hay que tener la intuición muy entrenada para, de vez en cuando, intentar salirte del guión y vivir momentos de esos que no aparecen en ninguna guía de viajes y que se recuerdan durante mucho, mucho tiempo.
Pues uno de esos momentos mágicos se produjo en un reciente viaje a Londres. Paseando por Picadilly, una de las calles más populares y turísticas de la capital, paramos en un mercadillo. Nada raro, el típico conjunto de puestos donde se venden ositos Paddington, imanes de nevera con el Big Ben y camisetas con la Union Jack. Tras dedicarles escasos cinco minutos y cuando ya nos íbamos a ir, oímos a lo lejos algo parecido a un coro.
Siguiendo el sonido de los gorgoritos llegamos a la puerta de una iglesia embutida en mitad del mercadillo. Se trataba de St. James, un pequeño y escondido templo católico. Dentro, no más de tres personas y al fondo un grupo de músicos y un coro ensayando (el vídeo del post es de ese momento). Se trataba del Dixit Dominus de Handel interpretado, según pude averiguar a la salida, por Esterhazy Singers, y que iban a interpretar en breve allí mismo.
Nos sentamos al fondo para no molestar y pasamos allí más de media hora en silencio, casi solos y absortos. Seguro que no fue la mejor interpretación posible, que la iglesia no estaba engalanada para la ocasión y que los ejecutantes iban de trapillo… Da igual. Parecía como si estuviera todo preparado solo para nosotros, para que llegáramos en ese preciso instante y disfrutáramos el momento olvidando lo que había fuera.
Solo por esa media hora larga ya mereció la pena ir a Londres (con permiso del Palacio de Westminster, Trafalgar Square y la torre de Londres).
21 de julio de 2014 a las 17:25
Espectacular! Vaya voces que se gastan, espero que disfrutarais del viaje!!!