Eran muchos años, pensó él, aguantando sus salidas de pata de banco.
Si le llegan a decir que se iba a convertir en una gorda peluda habría elegido a aquella peluquera de culo respingón que se dejaba meter mano en el tramo oscuro de la carretera comarcal. Esa sí que era una buena jaca, pensó excitado, y no la torda con la que se había acabado casando.
“¡Pedazo de hija de puta! ¡siempre quejándose por todo, siempre faltándome al respeto, siempre humillándome cuando lo único que he hecho toda la vida es trabajar como un cabrón!” repetía maquinalmente mientras buscaba el paquete de tabaco por todo el dormitorio “¡Aquí no hay quién cojones encuentre nada! ¡Esto es una pocilga!”, maldecía revolviendo las sábanas de la cama sin hacer. Encima del taquillón, al lado de una foto con gente antigua y escondido tras una botella de plástico en forma de Virgen de Fátima, encontró un paquete de tabaco barato. Cogió un encendedor bic azul con el logo de la imprenta del 31 del bolsillo posterior de sus pantalones de tergal grises y se encendió un cigarro. Le dio una calada larga, y luego otra, y otra más mientras miraba en trance el perchero de la puerta abierta.
Se había acabado. Estaba satisfecho. Tal vez se le hubiera ido un poco la mano pero esa situación no podía consentirse ¿Quién se creía que era después de tantos años aguantándola sus lloriqueos, sus quejas, sus mentiras? No había tenido un minuto de paz con esa mosquita muerta, tan virgen y tan de luto ¡la muy puta! toda la vida tonteando con todos, como si él no supiera lo que tienen los hombres en la cabeza y entre las piernas. Nunca tuvo otra opción que darle un correctivo. Esa es la pura verdad.
Cogió otro pitillo, se quitó la camisa manchada y salió al balcón. Aún estaba en edad de merecer. Podría encontrar una peluquera complaciente que no gritara como esas cotorras chillonas que no hacían más que pasar de un lado al otro de la calle. “A ver si el gilipollas ese de enfrente deja de mirar como un Don Tancredo y puedo montarla en el coche antes de que me den las tantas”, pensó mientras se acodaba en la barandilla plácidamente.
Desde el salón Elisa con su cuerpo abrazado a una maleta y encajado entre una librería y el radiador lo miraba fijamente, definitivamente silenciosa.
22 de octubre de 2011 a las 20:25
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22 de octubre de 2011 a las 21:24
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