Eran muchos años, pensó él, aguantando sus salidas de pata de banco.
Si le llegan a decir que se iba a convertir en una gorda peluda habría elegido a aquella peluquera de culo respingón que se dejaba meter mano en el tramo oscuro de la carretera comarcal. Esa sí que era una buena jaca, pensó excitado, y no la torda con la que se había acabado casando.
“¡Pedazo de hija de puta! ¡siempre quejándose por todo, siempre faltándome al respeto, siempre humillándome cuando lo único que he hecho toda la vida es trabajar como un cabrón!” repetía maquinalmente mientras buscaba el paquete de tabaco por todo el dormitorio “¡Aquí no hay quién cojones encuentre nada! ¡Esto es una pocilga!”, maldecía revolviendo las sábanas de la cama sin hacer. Encima del taquillón, al lado de una foto con gente antigua y escondido tras una botella de plástico en forma de Virgen de Fátima, encontró un paquete de tabaco barato. Cogió un encendedor bic azul con el logo de la imprenta del 31 del bolsillo posterior de sus pantalones de tergal grises y se encendió un cigarro. Le dio una calada larga, y luego otra, y otra más mientras miraba en trance el perchero de la puerta abierta.