Mientras le echo morro y opino para la prensa japonesa sobre la gran emoción que me produce que España gane al balompié, observo estupefacta como la crisis no es sólo económica sino neuronal. La sinapsis nacional está atorada por tanto belenestebanismo, nacionalismo panderetil y futbolerismo de corneta sudafricana insufrible.
Lo único que me salva de la depresión suicida es el casoplón que, ya muy talluda, acabé comprando al socaire de la crisis: tiene una planta baja cuya temperatura no sube de los 18 grados mientras Madrid se torra y las gordas lucen lorza. Si el verano es ordinario por definición (sólo 1 de cada 100 cuerpos se lo pueden permitir) nuestro país va por igual camino. Tenemos unos políticos de meterse bajo las faldas de una mesa camilla, una prensa repetitiva en permanente y cargante homenaje a su línea editorial y una tele inenarrable. Todo ello triste reflejo de este país al que quiero con indepencia de que gane al fútbol y que, por eso, me duele verlo tan pero tan cateto e inculto y tan pero tan encantado de haberse conocido en su propia catetez e incultura. Sólo así se explican fenómenos como la «princesa del pueblo» a la que nadie «menosdesprecia», porque si la «estiran» de la lengua acabará contando las «redecillas» que tiene con un torero uni-huevino.
Y es que julio es muy mal mes y una está muy harta de esta atonía general. Parece que si se nos quita el coche que no nos podíamos permitir y la plasma en la que nunca debimos invertir el dinero de nuestra educación, no somos nadie. Lo que resulta muy preocupante, pues ya no va a haber otro euro que haga que lavemos el dinerito zumbón en una construcción de mierda, ni un euribor barato con una economía expansiva, ni se va a ganar más poniendo azulejos que siendo juez.
Y mientras nadie le pone el cascabel a este gato cabreado, nos narcotizan con ilusiones patrioteras de balón y calzón corto y con ignorantes gritonas que por su hija-ma-ta.
Lo de siempre: pan (poco) y circo (mucho).