Publicado por Tormento el 20 de mayo de 2010

Sigo con veneración los editoriales de Gaby Cañas en El País sobre el maldito tema este del velo islámico, el pañuelico de Doña Rogelia o las tocas de las monjas, que tanto me da una cosa que la otra. Gaby está siendo valiente al intentar poner orden entre tanto complejo de no ser moderno, tolerante y políticamente correcto ¡Cuanta sandez!

La cuestión de que las mujeres nos tapemos, nos convirtamos en un saco informe, para evitar convertirnos en la perdición de los hombres o en unas putas que deshonren a la familia, osea al pater, no es algo exclusivo de la religión musulmana, es algo que cualquiera que tenga un poco de memoria y catecismo en vena recordará perfectamente.

Mientras que el hombre (o sea, el varón) es sabio y templado, la mujer es la carne, el pecado y la lujuria. El hecho de pasar de la niñez a la pubertad nos convertía en un objeto inmediato de deseo y acababa con nuestra libertad de salir a pegar pedradas a nuestros amiguitos del barrio. Los padres empezaban a pensar como tíos y te hacían la vida imposible con la longitud de las faldas, las llamadas de novietes, los tacones, el exceso o el defecto de maquillaje y todo lo que otro macho de la manada pudiera interpretar como que «le dabas pie o te ponías a tiro».

Puede parecer que hablo del pleistoceno pero no hace tantos años ni tantos padres que éramos así. El mío lo era como el de todas mis compañeras de clase. Esta era y es una actitud claramente machista, que no se practica con los hombres de la casa, y que hunde sus raices en la idea de que nos «violan porque vamos provocando». Por eso, la mujer digna y decente española se vestía de monja para cumplir con los dictados de la santa iglesia romana cuando Franco vivía y nuestro estado era confesional.

En corto: las religiones son unas de las fuentes fundamentales del machismo, con modelos de mujeres sufrientes y sometidas. La libertad de conciencia no da cobertura al machismo aunque se disfrace de religión ¿o consentiríamos que los maridos cascaran a sus mujeres si lo dijera el evangelio?

No voy a entrar en el «Salvame» periodístico en el que se ha convertido la busca y captura de la mujer que se pone el pañuelo porque les da la gana. Personalmente entiendo que no hay voluntad libre cuando tu entorno es poco respetuoso con tu libertad y cuando hay una coacción soterrada y sútil de ser una mujer decente, aceptada por los varones de tu familia, integrada. Cualquiere conoce a esas mujeres españolas virtuosas que hacían del sometimiento no sólo el eje de su existencia, sino el estandarte con el que dar en la cabeza a las demás.

Me quedo, por significativa, con la frase de Yusra Dahsha en el EPS del domingo pasado, quien define intuitivamente lo que acabo de exponer: «El hiyab me iguala al hombre. He oído que una mujer es una melena bonita. Es repugnante ¿sólo me da valor mi pelo? Prefiero ir con mi velo y no ser un trozo de carne»

Yusra, de mujer a mujer, lo que te iguala a un hombre en derechos y oportunidades no es que te vistas de monja benedictina, sino la Constitución española y el estado de derecho. Lamento que los que te rodean sean tan cenutrios que sólo te vean como un cacho de carne con ojos. No te engañaré, gañán hay mucho suelto, pero la culpable de que sean unos gañanes no la tienes tú. Ni tú ni tu pelo sois el problema. Ellos son el problema y son ellos los que tienen que cambiar, no eres tú la que te tienes que esconder.

Y aquí acaba mi momento Ana Rosa.


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