Se ha llegado a un punto en el que nuestro correo privado lo gestiona GMail, en GReader tenemos nuestras lecturas diarias, confiamos a SlideShare nuestras presentaciones, Flickr guarda nuestros recuerdos gráficos más preciados y YouTube es el reproductor de vídeo favorito. Además, eso de hacer backups en nuestra máquina no se lleva. Ocupa espacio y tiempo.
Ahora, resulta que nos gastamos una pasta (entre 300 y 1.000 euros según el caso) en comprarnos una máquina que en la mayoría de los casos, y previo pago de su importe, nos va a servir para conectarnos a internet y poco más. Los «chorrocientos» megas del disco duro sólo nos sirven para almacenar películas, música y fotos a cascoporro, que una vez vistas, dormirán el sueño de los justos.
Así, toda nuestra vida (la digital y la analógica) está guardada en ese etéreo limbo virtual que líricamente llamamos «nube». Compartimos nuestros registros privados más íntimos con los datos de otros 20 ó 30 millones de personas más. Y todo ello, en los servidores de empresas, muy honradas todas ellas, pero americanas, ucranianas, neozelandesas o de Osetia del Norte, se llamen «Google», «Yahoo» o «Porrompompero internet SL».
Seguro que hay danzando por ahí miles de estudios de lo seguro, fiable y económico que resulta almacenar nuestros datos en la allí arriba pero, que quieres que te diga, no me da mucha confianza. Y más, si yo no puedo saber «a que huelen las nubes»…
El día que por cualquier circunstancia alguien apague la luz y nos deje a oscuras, empezará a llover chuzos de punta y nosotros estaremos sin paraguas…