Últimamente, me he embarcado en más aviones de lo habitual. Y eso me ha recordado que ya sea un vuelo largo de 9 horas o uno más normalito de poco más de un rato, te tienes que enfrentar con algo casi peor que pasar medio día embutido dentro de un tubo de hierro a más de 10.000 metros de altura: los aeropuertos.
Estos conglomerados de pasillos, cemento y cristal se han convertido en monstruos de múltiples cabezas y brazos extensibles por los que circulan cientos de diminutos humanos en busca de un resquicio en la bestia para escapar y montarse en su avión o salir al mundo exterior.
Una vez que has llegado al control de accesos, te has identificado y has desnudado tu intimidad en una diminuta caja rectangular, cientos de posibilidades se abren ante tus ojos: pasillo a la derecha, pasillo a la izquierda o escaleras mecánicas al frente (cada una con sus consiguientes ramificaciones). Y eso, cuando no tienes que montarte en un trenecito que te lleve de una terminal a otra, aunque hayas accedido por la puerta correcta.
Ya dentro del avión, pero dentro del «espacio aeroportuario terrestre», normalmente tienes que añadir más de 15 minutos de paseo turístico por las pistas hasta que el aparato en el que te has metido llegue a cabecera y empiece a funcionar para lo que está diseñado: volar.
Repítase la operación una vez que se ha aterrizado y antes de abandonar de una puñetera vez el aeropuerto de la ciudad de destino.
Eso sí, todo arquitecto contemporáneo que se precie cuenta en su currículo con un aeropuerto. A mayor gloria de su ego y bolsillo, mal que les pese a sus sufridos usuarios
A este paso, ademár de twittear, se va a poder ver una temporada completa de Perdidos en un trayecto Madrid-Barcelona… eso si entre tanto diseño y «espacios abiertos» hubiera mucho más WiFi.