Va de nombres raros esto del cine de las últimas semanas. Appaloosa, con nombre de rock de Elvis-la-pelvis, fue una de descarte en la que me metí porque llegué tarde a ver la de mi niño Craig.
Hay días en que una no anda muy católica: los hay de nervios desatados en los que te quieres ir nada más llegar, o los hay de los que te tirarías en un rincón a mirar la vida pasar, esperando que la vida no te mire a ti y te olvide por una buena temporada.
El día de autos, servidora andaba estrenando una nueva variedad, un megamix nervioso y mutante de dificil calificación, pero inadecuado para esto de la crítica. Pues a pesar del sector cardado de barrio que no cejaba en su empeño de hacernos notar que se aburría como la morsa que era, Appaloosa me puso en paz conmigo e incluso con la susodicha morsa. No es Sin Perdón, ni tiene por qué serlo. Es el oeste salvaje que explica unos EE. UU. en donde las fuerzas del orden están a las órdenes del poder de turno, la propiedad privada va más allá del interés general y el uso de las armas tienen refrendo constitucional.
Ed Harris es un lujo; Viggo, enjuto, gana con el progreso de la peli y sus diálogos con Harris; y la Zellweger y sus mofletes de Vicente Rico se podían haber quedado en casa.
Appaloosa: alivio sintomático de esos días en que no sabes que hacer con tu vida.