Nunca tuve un poster del Che. Nunca tuve una camiseta del Che. Nunca me interesó un pito la revolución castrista, ni la Sierra Maestra. Cuando la crisis de los misiles, servidora no estaba «ni en la mente del Señor». Fidel y sus discursos de cinco horas vendiendo cacerolas eléctricas como un vendedor de mantas zamoranas es todo mi contacto lejano con lo ocurrido en Cuba a finales de los 50. No sé nada del Che, más allá de su careto recurrente y de su afición por las revoluciones. Si el tiempo es escaso, mi escaso tiempo prefiero dedicarlo a otra cosa que a leer biografías del Che.
Consciente del anatema de importarme un pito el Che, agradecí a Soderbergh que me vendiera la historia de Ernesto Guevara en fascículos coleccionables, ahora que me puedo hacer con los «Rosarios del Mundo» con periodicidad semanal. Pues la hemos vuelto a jorobar, porque como no te vayas a ver la peli como el devoto que se va a Lourdes, lleno de convicciones, fe y conocimiento, acabas hasta la punta del florete de tanta sierra y de tanta evolución entre matojos sin que te cuenten de manera concreta los hechos que ocurren y su trascendencia. No me refiero a escenas tipo Rambo, me refiero a un hilván que permita tanto al que sabe como al que no, salir del cine sabiendo más o saboreando lo sabido.
Alguien me dirá «¡Es que al cine no se va a aprender!». Pues bien, tampoco se va a entretenerse porque la película es un coñazo de colores. Ni Benicio que está sólido, perfecto, hace que el rafting, las batallas urbanas (es un decir lo de urbano) y los actos de «ego te absolvo» del Che sean soportables. Es tan bueno y tan íntegro y la película tan aburrida, que te dan ganas a la salida de hacerte skinhead.
Todo ello, con el debido respeto al Sr. Meneses.