Con ésto de que los estrenos de cine los pasan a los miércoles, ahora me toca rellenar el hueco que deja su ausencia (Aute dixit) y buscar un tema de-la-vida-y-el-amor-también para rellenar este domingo de puente de agosto, expresión máxima de lo que a mi se me representa como la nada existencial. He rebuscado en el baúl de mi vida presente y no encuentro más que asesinaticos varios y un profundo, desmesurado, injusto y fuera de lugar odio al verano, más que como estación, como concepto.
Esas personas que dicen que se siguen encontrando por dentro como si tuvieran 18 años me tendrían que contar con qué se medican. Éste y quién tiene un medidor de audiencias en su casa son los dos misterios venerari del mundo occidental. Yo me miro al espejo y me sorprendo de cómo puedo haber envejecido tanto ¡por dentro! Por fuera soy como el Sr. Gray y por dentro soy como su retrato. Si siempre me gustó esa obra de Wilde, ahora me gusta por motivos distintos que cuando tenía 20.
No ha tenido tanta suerte el verano: de esperarlo como una loca, he pasado a temer su advenimiento. Mucho se ha dicho de la Navidad como esa época de divertimento obligatorio, pero ¿Y que pasa con el verano? Todos los años me pilla el mes de julio sin una respuesta que dar a la pregunta ¿cuándo te vas de vacaciones? o a con la que se permuta en infinitas combinaciones de dos en dos ¿dónde te vas de vacaciones? Me enredo en explicaciones larguísimas de por qué no viajo en verano más allá de la cordillera cantábrica que se topan con esa mirada de conmiseración del que las tiene planificadas desde hace seis meses.
Que luego no se quejen si me alegro de que les dejen tirados en un aeropuerto tercermundista, les pille un ciclón o les cobre 200 euros por un arroz a banda. Sé que es miserable, pero es que me sale la bestia mal educada y se pasea unos segundos bailando la conga por el salón-cámara de gas de mi casa. Mi madre se avergonzaría de una actitud tan poco equilibrada como ésta.
Como decir a todo el que pregunta sin que vuelvan a pensar «pobrecilla, la envidia que mala que es», que a mí me gusta vivir todo el año y no 15 días cada 11 meses, que no comprendo por qué hay que posponer una vida que no tenemos asegurada a tan largo plazo; que por su culpa convierten la mía en un moridero durante estos meses agostiles en los que todo se para y me obligan a pararme también. Siento que la vida se queda en suspensión, en coma inducido.
No hay que esperar a agosto para leer, para viajar dentro y fuera del propio cuerpo. No soy una afortunada porque pueda hacer todo ésto a lo largo del año (aunque lo soy por otros motivos) sino una angustiada sartriana que hace años, allá por los 18, decidió no dejar para mañana lo que puede hacer hoy.
Apaguemos la tele y disfrutemos de la tormenta.