Era joven, vivía en Nueva York y, como mi inglés era un poquito de academia, anotaba las expresiones hechas de los anuncios del metro para que mis amigos me las tradujeran al llegar a casa. No había internet nada más que en el Pentágono y la NASA y sólo tenían telefóno móvil del tamaño de un botijo los protagonistas de la peli Wall Street. La serie de moda era Alf, aún no se había jubilado Johnny Carson y estrenaban Die Hard (La jungla de cristal) en los cines más cercanos. Fui a verla una tarde que llovía a un cine en el que, como todos en aquella época, no sólo podías comer cualquier cosa dentro, sino fumar como un carretero sin que nadie se pudiera quejar. Entendí la mitad de la película pero me divertí un montón. Fue entonces cuando descubrí que a las palomitas les ponían mantequilla derretida … ¡puagg!
En aquel entonces John McClaine, encarnado por mi Bruce Willis -el cabroncete alérgico al compromiso de Luz de luna que tanto me ponía-, tenía pelo, iba en camiseta pecho lobo y salvaba un edificio. Diecinueve años después, está calvo como una bola de billar, le han puesto manga larga y salva El país – y no me refiero al periódico-. Y no lo salva de cualquier modo, sino a hostia limpia.
Llamadme políticamente incorrecta y lo que queráis, pero tiene su punto ver a McClain tratando con la panda de berzas de los piratas informáticos que no tienen ni medio bofetón en cuanto salen de su sótano petado de goodies de La Guerra de las Galaxias. Ellos son los amos del mundo, ellos son los maestros Jedi… hasta que alguien se lia a tiros. Sí ello ocurre, allí está McClain para estrellar un coche de policía contra un helicóptero, hacer surf en la cola de un Harrier o acordarse de la madre que parió al malo vestido de Hugo Boss.
La única que forra a McClain es Maggie Q a golpe de kung fu. Para ella también tiene unas cuantas frases machistas -una muy graciosa sobre las pelis de acción de patada voladora-, pero se las perdonamos porque todas, en lo más profundo e inconfesable, queremos tener un John McClain y un Jack Bauer de fondo de armario.
No es arte ni ensayo, no aprendes valores de tolerancia y amor, pero te entretienes un rato largo sacando la bestia analógica que llevas dentro. 7 sobre 10 en la escala «popcorn«.