Aunque mis aventuras de Priscilla, la reina del desierto manchego, acreditan que me encuentro en Madrid, lo cierto es que nos dejamos inconclusa la aventura del barco en el Volga y la nueva Rusia.
Tras nuestros intentos de supervivencia en el Motorship Lenin y en el Moscú lleno de tiendas caras, pusimos rumbo a San Petersburgo. Ya nos habíamos informado de que lás únicas rutas de escape eran Yaroslav y Kostroma, sitios que nos sonaban a plan quinquenal y a gulag ruso. Optamos por Kostroma convencidos de que tenía aeropuerto. ¡Craso error! La pista de tierra apta para Tupolevs no lo era para mi delicado sistema nervioso. Así que la única opción era la vuelta por carretera que un optimista de la agencia que no había estado nunca allí consideró que cubriríamos en unas «cuatro horitas».
Pasamos montaditos en el barco por Uglich, Yaroslav y Kostroma y seguimos percibiendo las contradicciones de una sociedad llena de nuevos ricos y pobres que no se recuperaran jamás: puedes tomarte un café en un local de diseño en Yaroslav enfrente de un Mango inaccesible para la media de los rusos, como puedes encontrarte en los alrededores de los mercados mujeres mayores que venden plantas y flores arrancadas del campo. Su situación es tan precaria que te las ofrecen sin maceta, encajados en el culo de una botella de plástico o en una simple bolsa.
Pasé dos noches angustiada pensando ¿se acordarán de venir a por nosotros? Y se acordaron. Si algo he de destacar de los rusos es su seriedad cortante y su puntualidad británica. Las cuatro horitas se convirtieron en más de seis con tramos de carretera tan perjudicados que íbamos a 20 por hora con el convencimiento de que reventaríamos seguro las ruedas. Pasamos de casas cobertizo a los centros comerciales de las afueras de Moscú, que a la una de la mañana era una dama serena iluminada y espléndida.
Nos alojamos en el Metropol enfrente del Teatro Bolshoi, un lujazo art-decó que, tras las estrecheces del barco, nos supo a gloria. Al llegar ajados y sudorosos tuvimos un conato de enfrentamiento con unos guardaespaldas patibularios, con mirada Putin, que custodiaban la salida de sus protegidos del casino del hotel a un Hummer blanco limusina. Hay que decir que el Metropol es un conocido centro de negocios del «nuevo empresariado ruso».
Tras saludar a las pilinguis del hall y registrarnos, pasamos una noche reparadora en una habitación en la que me habría quedado descansando una semana. A la mañana siguiente desayunamos en un salón sacado del lujo de principios del siglo XX con una arpista impecablemente vestida de largo, con traje aguamarina, joyas y zapatos forrados en satén haciendo juego.
Y se acabó lo que se daba: trote al aeropuerto; escala en Milán; intervención de mis botellas de vodka; se me hincha la vena y me bebo a morro la botella antes de dejársela a la impotable del control; gresca y feliz regreso a Madrid con una tajada de espanto.
Próxima parada: San Francisco.