Con los años, he pasado de adorar los fines de semana, agostos y fiestas de guardar, a tenerles una aversión mortal de necesidad. A mí me gusta vivir el resto de los días a los que siempre encuentro luminosos aunque caigan chuzos de punta.
Así que os podréis imaginar de que leche recibo estas fiestas de operación retorno, torrija y devoción mariana: me encierro en la osera esperando que la luz se haga de nuevo al final de la oscuridad eterna de tarde de domingo que, para mi, tienen estos días.
Depende de la paz de espíritu que consiga me pertrecho de lectura, cojines y mantita y espero a que pase el chaparrón. Como ando con la paz interior hecha un solar de «El pocero» me he tirado como una loca al mundo audiovisual y ayer me enjareté dos películas que tenía pendientes: United 93 y Borat.
La elección, aleatoria, resultó en dos películas que imitan el estilo documental y que tratan sobre cómo son los estadounidenses. La primera, es una narración de lo ocurrido en los centros de control civil aéreo de Virginia, Boston, Nueva York y Newark, mientras los pasajeros del avión que iba destinado a estrellarse contra la Casa Blanca se debaten entre ser sacrificados o morir matando y los militares no hacen más que meter la pata mientras la única que se entera de lo que está pasando es la CNN. La pelicula narra un descontrol tal, una pobreza de medios de seguridad interior de tal calibre que si no es por los pasajeros del avión United 93, el símbolo de la presidencia estadounidense habría volado como en «Independence Day«. Interesante.
Borat es una chaladura escatológica de Sacha Baron Cohen, que tiene mucho de estética de película de Kusturika, en la que el protagonista mutado en el reportero kazajo de igual nombre se dedica a recorrer EE. UU. de este a oeste en búsqueda de su amada: Pamela Anderson. Mientras, se entrevista con políticos, le hacen entrevistas en la tele o le invitan a cenas de intercambio cultural en la creencia de estar participando en la aventura de un periodista kazajo real. Lo verdaderamente gracioso de la película, más allá del caca-culo-pedo-pis, es la flema llena de inhibición y asco por el contacto físico de los americanos que tratan con este señor tan raro. Sólo las feministas le dejan con la palabra en la boca: el resto, llenos de miedo de ser acusados de no respetar la diferencia cultural aguantan con cara de palo historias de penetraciones anales, vaginas parlantes, familiares kazajos violadores y algún que otro insulto. No es la película de culto que algunos pretenden pero tiene su gracia.
Os dejo, que tengo que meterme entre pecho y espalda todas las temporadas de Boston Legal, esperando a que llegue la luz.