Montada en el Shinkansen entre las estaciones de Odawara y Nagoya, a 45 minutos de Hakone, hice memoria de lo ocurrido en los días anteriores en Tokio. Era domingo por la mañana y estábamos en el Parque Yoyogi en busca de los jóvenes japoneses que, en un curioso ejercicio de rebeldía naïf, se reúnen por la mañana en sus puertas disfrazados de góticos personajes de manga. Se sientan en el puente de acceso como unos caganets, en esa postura de descanso japonesa no apta para rodillas occidentales y que ellos encuentran tan cómoda. Impresionan menos de lo que las guías prometen. El jardín rodea el Templo Meiji. Es frondoso, fresco y verde, contrastado con el rojo del Tori de entrada y el dorado de los tres crisantemos que lo coronan, símbolo de la casa imperial japonesa.
Dentro del templo nos esperan las bodas tradicionales japonesas, como sacadas de Lost in traslation. Precede a los novios el oficiante sintoísta en naranja, con una especia de casulla tan rígida y blanca que parece papel de arroz. La novia es un personaje triste en este tipo de celebraciones. El peso de los kimonos ceremoniales la convierten en una rígida muñeca de cara alicatada por el maquillaje que se deja hacer y deshacer por las asistentes del Templo, que la atan y la desatan, la ciñen y la pliegan el Uchikake de boda para que, con un ritmo constante, silencioso y eficiente pasen por el mismo lugar a hacerse la misma foto que todas las novias mustias que la precedieron. Hay una curiosa falta de cariño en el modo en el que zarandean a estas novias, observadas siempre por alguna mujer mayor de la familia del esposo vestida con un KuroTomesode negro con una discreta decoración en su parte baja siguiendo la tradición. Transmiten una profunda resignación, la misma que se percibe en muchas actitudes japonesas, esa aceptación de que la armonía social pasa por obviar al individuo.
Las bodas se producen con rapidez, fluidez, protocolo y poca alegría. Aunque no es accesible al público, la ceremonia sintoísta consistirá en el intercambio de tazas de sake entre los esposos y poco más. Luego, las fotos de la novia tiesa y de la familia e invitados, mientras las mismas asistentes de mirada reseca guardan los bolsos y cámaras en unas mesas-cestas cubiertas por una red azul. La tradición no permite que salga en la foto ningún cachivache que altere el orden prefijado.
A la salida del Templo, la novia es esperada por un coche entre fúnebre y de dignatario de los años 70, en el que hay una trampilla sobre el techo de la puerta posterior para que pueda entrar sin destrozarse el peinado. El obi y los kimonos no le permiten flexionar la cintura, y se ve obligada a entrar como un bloque de hormigón. La trampilla es una reminiscencia de los palanquines de la época Edo, en la que, al parecer, las mujeres iban habitualmente así de incómodas.