Comentaba en Zuluworld, que los aeropuertos se están convirtiendo en un campo de batalla minado de normas cada vez más humillantes, y la cosa no mejora. Si eres apañadita, como una servidora, puedes meter todo lo que necesitas para una semana en una maleta de cabina. Pero esto, que sería virtud suficiente para enamorar a cualquier hombre, se convierte en un calvario cuando pasas el control de seguridad de los aeropuertos. La otra opción es confiar en la ruleta del sistema de equipajes de la T4 de Barajas y que la tuya no sea una de las dos maletas que se pierden de cada cinco que se facturan.
En el caso de Madrid, el recochineo es doble. Algún figura experto en la teoría de la gestión de colas ha pensado que es mejor poner una mesita antes de pasar el arco, en donde empezar a desvestirse. No estaría mal sino fuera porque con las nuevas normas es posible generar un número ingente de bandejas. Como las de Barajas pesan a medio kilo cada una (vacias) y tienen un ancho de una bandeja de comedor de colegio, acabas con una pila debajo de un sobaco confiando en que la cadera te aguante tipo «sardinas frescué«, mientras que con la mano libre, tiras de la maletita de ruedas intentando que no se te gangrene la mano antes de llegar a la cintita transportadora. Las esperas que generan que le pite al de delante la goma del calzoncillo o que la señora que no viaja nunca acabe de sacar de una puñetera vez de sus bolsillos todos los elementos metálicos («sí, señora, el móvil es metálico…») se hacen simplemente interminables.
De nuevo y sin modestia, una que es muy propia, llevaba un neceser transparente que mostré al señor de la mesita. Como no era la bolsa de congelador reglamentaria (también llevaba una, que ya llevo muchos años tratando con devotos de la cofradía de la Santa Burocracia) metío mi neceser, que medía lo que debía de medir (¡buena soy yo para estas chorradas!), en la bolsita de plástico correspondiente. No el contenido, ¡el neceser entero! ¿Por qué? Porque la norma se refería a una bolsa de plástico con zip no a un neceser transparente. Esa bolsa se convirtió en mi salvoconducto planetario.
La cosa mejora en París, en donde te obligan a descalzarte. Así que he conseguido el record de 7 bandejas -portátil, abrigo, chaqueta, botas, bolso, bolsas del duty free y neceser transparente-, patucos de plástico azul, maleta de mano y maletín del portátil. Me libré de quitarme el cinturón, porque, a la vista de las veces que me lo he tenido que quitar, ya no me lo pongo cuando vuelo. Pero dejarme los zapatos en casa, va a ser más complicado. Y todo esto para acabar pasando impunemente y sin querer una botella de agua de medio litro que me había olvidado que llevaba en la bolsa de los regalos.
Sólo una cosa más: mi agradecimiento infinito al encantador «seguridad» del aeropuerto Charles De Gaulle que no sólo tuvo el valor de pedirme en matrimonio tras las 11 horas de avión desde Joburg, en patucos y desmontada, sino que me ayudó, como un caballero, a ponerme la chaqueta y el abrigo devolviéndome así la dignidad perdida en el arco de seguridad.